Blog de relatos cortos de ficción, terror y de novela negra.
Un espejo es un objeto sólido compuesto por materia, como un estuche, un ordenador o una pared. Ese espejo te ayuda a peinarte, a verte por las mañanas, por las tardes y por las noches. Ese espejo se puede usar en muchos contextos, como un ordenador, una pared,... pero, ¿una pared puede reflejarte en ella, o un ordenador te puede mirar como te mira el reflejo de tu espejo? ¿Porqué ese espejo puede "imitar" tus movimientos, tus miradas, tus gestos? Existen muchas historias sobre los espejos como portales a otro mundo, o de reflejos que viajan al mundo real poseídos por demonios o fantasmas, matando a todos los seres queridos de las personas que rodean al "protagonista".
¿Alguna vez has leído alguna historia sobre espejos de verdad? Quizá ese reflejo sean tus miedos o tus sueños más escondidos, más profundos, más oscuros... ¿Y si pudieras devolverle la mirada a esa forma que te mira desde sus ojos oscuros? ¿Y si pudieras retar a esa visión hasta los límites más infranqueables? ¿Y si decidieras, por un día, viajar a ese rincón oscuro de tu ser y tratar de entender qué empuja a ese ser para comportarse de forma tan ruin y despreciable?
Solo hay una forma de averiguarlo: Ve y observa ese espejo. Pero cuidado, esa tarea solo es para valientes o estúpidos, aunque ambas cosas son lo mismo, ¿no?
Solo hay una cosa segura: si lo haces,la víctima de mi siguiente historia serás tú.

lunes, 29 de abril de 2013

El botón Asimov


Era por la mañana. Carl se vistió y se preparó para dirigirse a la universidad. Mientras desayunaba, encendió la televisión para ver las noticias de la semana: “un hombre mata a golpes a su mujer”,”La guerra en los países tercermundistas están llegando a un punto crítico por declarar el nuevo régimen totalitario”, “la crisis económica aumenta mientras los políticos y empresarios se llenan los bolsillos”. Carl apagó el televisor y apuró hasta el final el café caliente que se había preparado con su máquina de expresos. Se puso la chaqueta y salió por la puerta, cerrándola con llave desde el exterior.
Sus auriculares estaban arreglándose en la tienda, por lo que tuvo que aguantar cómo una señora mayor le contaba a otra los enredos y cotilleo de todos sus vecinos en la parada del autobús.
-El del quinto aprovechó que su mujer estaba en el trabajo para subir a complacer a la del séptimo, la niña de la nieta de la amiga de mi prima. Parecía ayer cuando era una niña y ahora es una golfa...
-¿Otra vez?
-Si, sí, si. Esa jovenzuela es una pequeña golfa. Mira que no me gusta enterarme ni poner la oreja en los temas ajenos, pero ¡Dos horas estuvo en su casa! Para luego bajar y volver a follarse al morenito soltero del segundo.
-Valla, valla,... ¿Y el del octavo? ¿Sigue con...?
Carl estaba empezando a asquearse más de lo que ya estaba ante aquella situación. Lo odiaba. Odiaba a esa vieja decrépita. Lentamente comenzó a apretar una especie de caja pequeña que tenía dentro del bolsillo. Quería matarlas a las dos para que se preocuparan de su vida, destrozar sus aviejadas y marchitas caras podridas de estupidez e ignorancia.
Carl se subió al autobús. Se sentó en un asiento con ventanilla y fue contemplando el paisaje de la ciudad a esas horas de la mañana. Por la radio estaba sonando una “artista” salida de alguna serie para niños de cierta empresa que antes hacía dibujos de un ratón parlante. El día no podía ir “mejor” para Carl. Odiaba esa música comercial barata que lavaba los cerebros de los jóvenes para convertirlos en esa masa odiosa de ovejas que correteaban detrás del pastor, pastando y balando como el mismo ser ante las mismas motivaciones.
De repente, una chica, baja, rechoncha y morena entró en el autobús con un aire antinatural de prepotencia y soberbia. Llevaba la típica BlackBerry que solo era útil para los empresarios y que gente como ella llevaban solamente para tratar de presumir y llamar la atención de lago de lo que carecían. Su bolso se Chanel destrozado y manchado por el uso decía a gritos que era el único que tenía y lo usaría hasta destrozarlo para seguir marcando algo de lo que carecía. Llevaba la cara oculta tras una cantidad insana de maquillaje y potes que ocultaban su verdadero rostro de falsedad e hipocresía.
La estupidez personalizada se sentó a su lado, dándole la espalda para dirigirse a un grupo de chicas jóvenes que había sentadas a su lado. Ella, a voces y montando un número dentro del autobús, empezó a despotricar contra gente que las chicas conocían dentro de su entorno social, como “amigas”, compañeras de clase, profesores, etc. No se reía, chillaba; no criticaba, sentenciaba; no hablaba, voceaba.
Quería agarrarla del cuello, estrangularla y, estando moribunda, estrellarla contra el cristal de la ventanilla para destrozarla con su cuerpo y hacer que saliera disparada contra el pavimento. Con suerte, el coche de detrás atropellaría su cabeza y desparramaría sus sesos e infinidad de fragmentos de huesos a lo largo de la carretera. Iba a destrozar su cuerpo. Iba a estrellar su puño infinidad de veces contra su deformado rostro e iba a incrustar sus dientes contra el asiento delantero para desnucarla contra el de detrás.
Llegaron a su facultad. Bajó del autobús y cruzó rápidamente el umbral de la puerta de entrada. Recorrió cabreado el amplio y cuadrado hall central del edificio y subió las escaleras hasta la primera planta. Entró por la primera puerta de la izquierda. Llegaba tarde. El día iba de mal en peor y su ira estaba aumentando. El profesor de Filología Antigua le miró algo irascible y mosqueado. Era un hombre bajito y algo gordo. En su forma de hablar, de caminar y sus pausas repentinas mostraban que había pasado penurias y reveses de la vida que su mente no ha podido soportar.
Se sentó rápidamente en un sitio libre cerca de la puerta. El día iba mejorando. Mientras el profesor hablaba, detrás de él sonaban las voces y las risas del cuarteto de furcias barrio-bajeras y baratas que tanto odiaba. Eran cuatro y odiaba a las cuatro, pero en especial odiaba a su “preciada y fantástica líder”. Era una mezcla amorfa entre castaña y rubia. Era mucho más mayor que las tres ovejas que la seguían a cualquier sitio, pero ella se regodeaba intentando aparentar que tenía incluso menos edad que ellas. Siempre iba vestida con ropas de “viernes noche” que intentaran llamar la atención de todos los hombres y así evitar que se fijaran en su inexistente cerebro y en su rostro mustio y amargado de pastillero a punto de una sobredosis. Cuando hablaba, sabías que hablaba. Pisaba a todo el mundo que estuviera hablando de cualquier tema solo para ser ella el centro de la conversación. Las odiaba. La odiaba.
-Pues yo, es que tengo mucho flujo cuando tengo la regla, chicas. ¿Será que follo mucho o poco? - Gritaba por encima del profesor la “furcia líder”.
El profesor ya solo podía hacer oídos sordos antes semejante bullicio proveniente de cuatro míseras personas. Las dejaba hablar, ya que, por muchas advertencias, llamadas de atención, etc, no podía hacer callar a su insulsa líder.
-No se chicas, - volvió a gritar y exagerar la líder. - pero cuando estoy con mi novio, es que es tan genial, buah...
Siguieron voceando durante toda la clase sobre temas carentes de sentido o sobre temas íntimos y privados que a nadie le importaba. Ya estaba muy cabreado. No estaba dispuesto a aguantar esa situación hoy.
Ya no iba a volver a aguantalo nunca más.
Carl se levantó y la miró fríamente.
-Mirar chicas, ¿Y a éste que le pasa? Jajajajaja
Se sacó la caja del bolsillo. Era una caja muy pequeña de metal y color negro. Solo había un botón rojo redondo en el medio. No tenía más decoración, ningún código de serie ni ninguna inscripción. Lo pulsó fríamente y lo dejó lentamente sobre la mesa.
Carl se abalanzó sobre ella. Los dientes amarillentos a causa del tabaco de la furcia salieron volando del puñetazo propinado en el lado izquierdo de su rostro. El cuerpo cayó al suelo creando un fuerte estrépito. La levantó agarrándola del cuello y le arrancó varios mechones de pelo con su mano libre para meterlos dentro de su boca ensangrentada. Carl abrió una de las ventanas, dejó su cuerpo inconsciente y cerró de un fuerte golpe la ventana, ocasionando el resquebrar de las vértebras partiéndose por el fuerte golpe. Recogió el cuerpo moribundo y, sentándolo sobre una mesa, empezó a partir los huesos de sus piernas para despertarla del dolor. Mirándola fríamente, golpeó su deforme rostro y partió los dedos de sus manos y doblando sus codos al revés de como se doblaría normalmente. Por último, agarró su cuerpo y lo arrojó por la ventana, cayendo torpemente contra el suelo.
Carl se dirigió a su sitio. Se sentó y el botón volvió de un salto a su posición natural. Lo recogió y lo guardó de nuevo en su bolsillo.
No había ocurrido nada. Ninguno de sus compañeros sabía qué había ocurrido durante ese periodo de tiempo. La clase seguía con normalidad y el profesor no se veía frustrado ni cohibido por ningún alumno que interrumpiera constantemente. La furcia ya no iba a volver a molestarle. Nunca había existido; o había muerto en algún día de su insulso pasado. Eso a Carl no le importaba. La había hecho desaparecer y punto. Carl no había matado a nadie; o al menos, ante los ojos de la humanidad y la ley, no lo había hecho.
Ahora, su día sí iba a mejor.

lunes, 22 de abril de 2013

Sin hacer ruido y a las doce


Era por la tarde cuando Marc llegó al motel SeaSide. Aparcó el Ford Focus de la empresa en la que trabajaba en el parking del patio que se hallaba en medio del motel en forma de “C”. al apagar el motor, se quedó un rato sentado en el asiento del conductor, cabizbajo, escuchando hasta el final la canción que sonaba en la radio.
Salió del coche y se dirigió sin detenerse hacia la recepción del motel. Llevaba las manos en los bolsillos, la corbata desaliñada y la camisa arrugada. Con paso tambaleante, atravesó el corto espacio que le distaba de la recepción y entró por la puerta de cristal en la gran sala cuadrada. Olía a quemado y a un dulzor, parecido al de un chicle de fresa, que se le pegaba en la garganta. El ventilador de mesa que había en una pequeña mesa con revistas estaba estropeado y el gran aparato de aire acondicionado hacía un ruido más parecido a un zumbido grave que abarcaba toda la estancia. El color marrón de los muebles y la madera se teñía de un color anaranjado debido a la intensa luz solar que entraba por las ventanas.
Había un hombre gordo sentado en una silla alrededor de la mesa de las revistas. Llevaba una camiseta de tirantes blanca que estaba manchada con grandes manchas de color rojo, marrón y amarillo por el sudor, y que apenas podía tapar u ocultar el gran cúmulo de grasa que caía precipitadamente de su barriga y se posaba sobre sus piernas gordas y rechonchas vestidas con un pantalón deportivo corto y harapiento también manchado. Estaba desaliñado y su cuerpo mostraba una gran dejadez higiénica, y su postura indicaba que llevaba gran parte del día en la misma posición y leyendo las revistas de la mesa.
Se dirigió al mostrador y observó a un hombre joven con una camisa a cuadros y una gorra de propaganda de algún tipo de cerveza de lata. Se hallaba leyendo una revista de cine mientras rumiaba un chicle en su mandíbula envuelta en una barba desaliñada. Marc tuvo que hacer un ligero carraspeo con la garganta para que el hombre lo atendiera. En ese momento, el hombre levantó la mirada con desdén y desprecio mientras hacía la revista a un lado para tratar de servirle.
-Buenas tardes – dijo mientras seguía mascando el duro chicle que llevaba mascando horas. -¿Quería algo?
-Sí. Una habitación por favor – en todo momento le dedicó una mirada sutil de asco que no influyó en su tono serio que parecía indicar cierta indiferencia.
El hombre se giró y cogió un llavero enorme y cuadrado de madera, sin ningún abalorio a parte de un 247 tallado en medio, y se lo arrojó a través de la ventanilla.
-Tenga. - el hombre recogió la revista y continuó leyendo donde se había quedado antes de la molesta interrupción de Marc. Levantó la mano, señaló la puerta y, sin dejar de mirar la revista, dijo con desdén. - Las escaleras de la derecha, segunda planta y al fondo a la izquierda. Son 20 pavos por noche que se cobran cuando dejes la estancia. Nada de ruidos a partir de las doce de la noche y, si hay droga de por medio, el motel no sabe nada y se llamará a las autoridades.
Marc salió de la estancia y se dirigió a la habitación que había alquilado. Era pequeña y tenía a penas lo justo para vivir: una pequeña habitación con una cama y una lámpara; un baño con un váter, un lavabo y un plato de ducha; el salón y la cocina estaban juntos en la misma estancia y constaban de un frigorífico, una cocina, una mesa redonda y baja pegada a un sofá verde que desprendía un olor asqueroso y una televisión atornillada a la parte superior de la pared.
Dejó caer las llaves del coche y el enorme llavero sobre la cama. Se tiró sobre el sofá y encendió la televisión para no ver nada. Dejó pasar las horas mientras veía todo tipo de programas de cocina, series policíacas y realities de la vida universitaria.
Se fijó en la ventana. Ya no entraba luz en la habitación y las luces de neón del anuncio de la carretera iluminaban de forma intermitente la estancia. Se levantó y se dirigió a la ventana. Se quedó un largo rato mirando el inexistente paisaje de tierra y semi-desierto oscuro. La única luz que iluminaba la larga y recta carretera era la del anuncio del motel. La carretera no necesitaba ser iluminada debido a que el trafico era prácticamente inexistente, rasgo del que se percató al observar durante largo rato la larga extensión de asfalto.
Apartó de la cama las llaves y se sentó encima, dejándose caer y desplomando su peso sobre el colchón. Dirigió su mano derecha a la parte baja de su espalda y sacó un revolver. Lo miró durante largo rato. Se fijó en las balas y observó que tenía la cantidad necesaria. Hizo rodar la rueda donde se encontraba la única bala que tenía y la introdujo de nuevo en el arma con un chasquido. Sin más dilación dirigió el arma hacia su cabeza y apretó el gatillo, desparramando sus sesos sobre la pared y la cama con la misma expresión de seriedad e indiferencia que tenía cuando hablaba con el hombre de detrás del cristal.
El cuerpo sin vida se desplomó sobre el colchón y el reloj tocó al llegar sus manecillas a las doce de la noche.
A la mañana siguiente se llevaron su cuerpo, limpiaron la habitación con productos baratos y el dueño se quedó sin eso

jueves, 18 de abril de 2013

Cuando no tienes nada


-¿Pero qué? - Dijo Damon al oír sonar el despertador más pronto de lo normal. Se levantó y observó que su mujer ya no estaba allí. Ella se levantaba una hora antes para ir a trabajar, mientras que él, al entrar más tarde, tenía que llevar a su hijo al colegio. Se dirigió por el ancho pasillo hasta la habitación del niño y entró por la puerta sin hacer ningún ruido. Matt estaba allí, tumbado sobre su cama en forma de bólido de carreras, mientras dormía plácidamente. Se dirigió hasta la cama y le zarandeó levemente el brazo izquierdo para despertarlo. Matt abrió lentamente los ojos y se alegró de ver a su padre, esbozó una de esas sonrisas pícaras que solo los niños saben poner sin mostrar maldad y se dirigió corriendo hacia el baño para prepararse. Damon se levantó de la cama de su hijo y abrió la ventana, dejando que todo el solo inundara la habitación con una oleada de calor. Hizo la cama del niño y salió al ver que era un poco tarde.
-Matt, venga, ya es tarde y va a haber tráfico. ¿Quieres llegar tarde?- de repente oyó un ruido proveniente de la cocina. Corrió a ver qué era. El estrecho pasillo le agobiaba mientras corría y parecía que iba a tardar una eternidad en llegar hasta la cocina. El corazón se le puso en el cuello. Siguió corriendo. -¡Matt! ¡Matt! - gritó, pero no halló respuesta alguna de su hijo. No paraba de correr, ¿Dónde está mi hijo? Pensó. ¿Qué ha pasado? - ¡Matt! - Damon entró en la cocina y solo vio la ventana abierta. Los visillos ondeaban con el viento y le parecieron kilómetros lo que tubo que andar hasta llegar a ella. Se asomó. Vivían en un sexto piso y no se podía ver con claridad el suelo, pero él sabía qué se había estrellado contra el suelo.

-¿Pero qué? - Dijo Damon al oír sonar el despertador más pronto de lo normal. Se giró a su izquierda y allí estaba: su mujer. Era rubia y tenía una larga y lisa melena que podría taparle la espalda si quisiera. Iba vestida con un camisón transparente que dejaba ver todas sus bellas y esbeltas formas. Al mirarla, podía ver que aun seguía enamorado de ella como el primer día. Se levantó de la cama y se quedó sentado un rato observándola. Era preciosa. Aun no sabía cómo una mujer como ella podría haberse enamorado de él. No podía ser por el dinero, ya que, cuando se conocieron, él no era más que un hombre lleno de esperanzas y sueños que ella dio forma. Por su físico tampoco, ya que él, antes, era un hombre alto y muy delgado que no empezó a hacer ejercicio hasta que quiso sorprenderla en uno de sus quince aniversarios. No paró de entrar y ejercitarse hasta que consiguió el físico que quería.
Se levantó de la cama y se dirigió al baño de enfrente de su habitación dándole un beso en la mejilla mientras seguía durmiendo. Cerró la puerta y se quitó la camiseta delante del espejo. Pudo ver sus los músculos que tanto le gustaba acariciar a su mujer y volvió a pensar en ella y en lo mucho que la amaba. Abrió el armario, cogió una cuchilla de afeitar y se untó la cara con espuma de afeitar. Al terminar, se desvistió y se metió dentro de la ducha. Escuchó el leve zumbido que provocaba el agua a esas horas del día en el que aun la gente está dormida en sus casas y se introdujo lentamente dentro de la ducha.
Al salir notaba que algo iba mal. Salió corriendo del baño y no podía creer lo que veía. Toda la cama estaba empapada de sangre. Sangre que seguramente llegaba hasta el colchón y que estaba cayendo con un reguero hasta el suelo, tiñendo la moqueta de color rojo. Lo que no pudo creer fue lo que vio encima de la cama. Su mujer estaba tendida en una postura antinatural y tenía el rostro desfigurado en una mueca de horror. Tenia un ojo morado y el otro estaba introducido hacia dentro de la cuenca, sangrando y destrozado. El camisón transparente estaba empapado de sangre y estaba agujereado por varias heridas en el costado que era lo que provocaba la gran cantidad de sangre que se derramaba sobre la cama y el suelo. Damon fue corriendo hacía ella y parecía que tardaba siglos en llegar donde estaba ella. No podía creerlo. Iba llorando. Pero, ¿Cuándo iba a llegar? Pensó. Siguió corriendo y pudo ver su rostro de horror desfigurado a golpes que le había propinado. Agarró su cabeza sobre sus manos y vio cómo su pelo, hasta antes rubio y largo, se había transformado en una melena roja, a causa de la sangre, y cortada irregularmente con unas tijeras que encontró en la mesita de noche que tenían al lado de la cama. Salió corriendo al baño de nuevo. La distancia que le separaba del baño la recorrió en pocos pasos. Miró al espejo y vio en sus músculos varias marcas de arañazos y golpes de que alguien se había resistido. Su cara también tenía marcas y estaba sangrando por el cuello. No era mortal, pero algo más llamó su atención: el plato de la ducha estaba lleno de sangre y en él se hallaba un cuchillo grande que debería estar en la cocina. Empezó a ver qué era lo que había ocurrido allí. Cerró los ojos para no ver y lloró. Solo lloró mientras se agachaba y se cogía las piernas una vez se sentó en el suelo. No quería ver nada más, no le gustaba lo que veía, quería acabara, ¿Porqué no acaba?

El despertador empezó a sonar. Era la hora. Sonaba, pero nadie lo paraba. ¿no hay nadie? ¿nadie puede apagarlo? ¿No hay nadie en casa? ¿Qué ocurre? Damon levantó su mano ensangrentada y apagó el despertador, manchando parte de la mesa y gran parte del despertador con sangre. Se había cortado las venas. No quería vivir más, estaba cansado y todo lo que le daba fuerzas había muerto. Mientras moría, podía ver todo aquello que hizo, pero se sentía orgulloso. Vio cómo arrojaba a su hijo por la ventana para alegar que fue un accidente; vio como mataba a golpes y de forma violenta a su mujer para ocultar el cuerpo y denunciar su desaparición dos días después. Pudo ver sus rostros, desfigurados en una mueca de asombro y horror al contemplar cómo alguien a quien querían en sobremanera era capaz de hacerles algo. Damon rió y se sentía orgulloso. No sabía cómo había llegado a esa situación, pero no le importaba en absoluto, simplemente se dejó morir y no pensó en nada más.
No le esperaba ni cielo ni infierno, pero eso él no lo sabía. Lo que le esperaba era mucho peor: la venganza de aquellos a quien había hecho daño. Notó cómo su destrozada y corrompida alma salía flotando de su cuerpo. Voló sobre la ciudad y se sintió libre. Las imágenes seguían abordándolo y sintió miedo. Se sentía culpable de haberles hecho daño a sus seres más queridos. Se sentía solo, abandonado, y no tenía a nadie que le resguardara, hasta que les vio. Vio a su mujer y a su hijo caminar hacia él. Era una ilusión, ya que estaban flotando, pero parecía que realmente pisaban suelo firme. Empezó a notar su calor. Empezó a dudar sobre su existencia, sobre lo que había hecho, sobre lo que les había hecho. ¿Traficarán en el cielo con sueños por cumplir? Porque yo tengo unos cuantos. Pensó, pero pudo observar cómo su realidad iba a ser otra. Solo le quedaba desaparecer. No iba a tener alma ni cuerpo, iba a desaparecer y no a morir. Vio los rostros de la dama y el niño desfigurarse, haciendo una mueca de dolor y sed de venganza. Se abalazaron contra él, pero no pudo moverse, su “cuerpo” no le respondía. Iba directo donde estaban. Cada vez su imagen se fue haciendo más animalizada. Se abalanzaron hacia él y lo envolvieron en la completa negrura. No pudo ver nada... hasta que ya no existió más. Desapareció. No era ni morir ni vivir, simplemente ya no estaba.

-¿Pero qué?

lunes, 8 de abril de 2013

La noche es para dormir. Si puedes.


 Abrió los ojos y allí estaba ella. Envolvía toda la habitación, ocultando tras de sí todos los objetos que había en la pequeña sala. Solo un recodo de luz se filtraba por las finas rendijas de la ventana para iluminar parte de su extensión. Con un ligero movimiento de mano encendió la luz y ella desapareció por completo tras la abundante luz que desprendía la lámpara colgada de la pared. La oscuridad no iba a ser su aliada esa noche. Noche en la que las estrellas se quedaban dormidas sobre la gigantesca cama del firmamento mientras la luna les contaba un cuento. Esa noche, la luna y sus oscuros cuentos no podrían dormirle.
Ese mismo día, se había levantado a las seis de la mañana, desayunó sin ganas, se duchó somnoliento y se vistió con desgana; se dirigió al trabajo y estuvo allí las ocho horas más largas de su vida, aguantó escuchar cómo su jefe (gordo, calvo y más que cuarentón) despotricaba en toda la oficina contra la arpía de su mujer y lo bien que follaba la secretaria de Recursos Humanos “¡Y qué bien la chupa la “chiquilla”! Por eso me gusta contratar gente joven y con ganas de trabajar, ya me entendéis”. Esa frase se le había quedado gravada a fuego en su mente. Durante gran parte de la mañana no pudo evitar imaginar a la secretaria de Recursos Humanos chupándosela mientras le decía infinidad de guarradas y perversiones que solo cabrían en la cabeza del más pervertido. Era asqueroso. Era depravado. Era algo que para él estaba fuera de toda moralidad. Más de una vez se vio levantándose hacia el obeso de su jefe para propinarle una serie de puñetazos y patadas en todas las partes de su asqueroso y seboso cuerpo, y, así, eliminarle esa risa de cerdo que tanto odiaba y quitarle algún que otro diente amarillento por culpa de la cantidad insana de puros de primera calidad que era capaz de fumarse en un día, mientras esa sonrisa depravada y falta de atención se le desvanecía de la cara para suministrarle una nueva cara llena de horror, pavor y dolor.
Después fue al súper a comprar tomates, filetes de cerdo, pizza y palomitas. Pensaba que su mañana había sido un desastre hasta que, una vez que llegó a caja para pagar los suministros, se encontró en frente de una señora mayor pagando a la joven cajera la cantidad de 7,57€ en monedas de calderilla. Vio lo que se le veía encima, pero cambiar de caja en esa situación era impensable, estaba flanqueado y sus cosas ya estaban en la cinta transportadora. La joven cajera se encontró durante un momento a punto de la exasperación. En su cara se mostraba cómo estaba pasando vergüenza al parecer que la señora mayor le estaba ofreciendo limosna por la postura de su brazo y la parsimonia en que la señora le entregaba, cada vez más, monedas de uno, dos y cinco céntimos mientras contaba poco a poco. Él no tenía prisa pero se estaba enfadando. Pensó en más de mil maneras de acabar con la vida de la señora, asaltar el supermercado y fugarse con la cajera en su coche, el cual debía de estar aparcado en la entrada, como en las películas. Finalmente la señora acabó con su interminable cuenta y pagó las cremas y las medias. Metió su compra en el enorme bolso de cuero negro que llevaba encima y se fue estando aun convencida de que “me habían dado mal el cambió, seguro que la cajera se ha quedado algo. Con lo que ahorra después toma los “liba-cubres” esos que toman ahora los jóvenes”.
Cuando llegó a caja se le quitaron las ganas que tenía antes de fugarse con la cajera tras haber matado a la insulsa vieja y haber robado todo el dinero de la caja, ya que tubo que contemplar el entorno aburrido y sin vida que ofrecían esas vistan durante más de seis minutos, ya que la inculta y malcriada de la cajera tenía que acabar de contemplar, entre risas, vídeos “que una “frend” le había “guasapao”” sobre crías de gatos negros siendo “graciosamente” torturados, haciendo carantoñas y dando brincos delante del objetivo.
Llegó a casa y no hizo nada especial. Encendió la televisión por no ver durante horas la pantalla en negro y puso un canal al azar en el cual no televisaran nada sobre las vidas privadas de los famosos. Para variar, lo que había elegido ver no le gustó en absoluto. Solo quería entretener su mente durante el tiempo de ocio que tenía. No quería ver nada en especial. Solo quería distraerse. Vio durante horas un programa que “cambiaba la vida de las personas cambiando su imagen” y pudo ver la gran mentira que conllevaba esos programas. Una mujer llamaba al programa para que la arreglaran la casa, le cambiaran su vestuario y la hicieran parecer menos fea de lo que ya era de por sí. En el plató estaba rodeada de amigos que parecían estar controlados por la misma mente al declarar todos que “la veían más radiante, más vital, más enérgica y con más fuerza. Su vida había cambiado para siempre”. Al oír eso se rió con bastante energía. Era lo más gracioso que había oído en todo el día. En toda la semana. Quizá, en toda su vida. Sabía que, a la semana, la ropa iba a pasar a formar parte de un armario lleno de los mismos harapos, en la misma casa sucia y revuelta que poseía la misma mujer desdentada, obesa y con alopecia debido a su poca higiene personal.
Cuando fue un poco más tarde, se dirigió a la cocina y se preparó las palomitas y la pizza en un microondas que le facilitaba las labores culinarias en su casa. Una vez las preparó, se tumbó en el largo sofá con más de una mancha de restos de comida grasienta y se dispuso a ver la primera película que encontrase en la “amplia” cartelera que ofrecían una noche de lunes en la televisión pública. Cayó rendido. No había acabado ni las palomitas ni la pizza. Cayó en un profundo sueño que fue interrumpido por el disparo de un arma proveniente del interior del televisor. Se alegró por tener sueño. Llevaba más de una semana con insomnio y hoy creía que, por fin, iba a conciliar el sueño.
Se equivocaba. Esa noche, la luna y sus oscuros cuentos no podrían dormirle. Se levantó y descorrió la puerta de su pequeña habitación. Se dirigió al baño. Echó, probablemente, la meada más larga de su vida. Se lavó las manos y se empapó la cara de una abundante cantidad de agua. Estaba demasiado cansado y tenía demasiado sueño como para enfadarse, aunque era incapaz de dormir. Levantó la cara y miró su cara (si a eso podía llamarlo cara) para contemplar su enormes bolsas, su barba de tres días y sus ojos rojos e hinchados. Algo le llamó su poca atención. Era una mancha blanca, casi inapreciable. La echó vistazo y trató de eliminarla con su dedo. La mancha, en vez de irse con el paso del dedo, aumentó de tamaño. Esta vez se mojó el dedo y la trató de secar con una toalla naranja que tenía en toallero de debajo del lavabo. La mancha se hizo cada vez más grande. Su crecimiento era inexorable y seguía creciendo sin que él tratara de eliminarla. Poco a poco, esa mancha fue tomando forma. Parecía una mujer. Parecía joven, pero su piel, ya reseca y más parecida a cuero que piel, se tensaba de forma antinatural sobre los punzantes huesos de su cara. Sus ojos, dos cuencas vacías, parecían perseguirle y donde debería haber una nariz, había dos agujeros. Iba vestida con un camisón blanco. No pareció asustarle y siguió mirándola absorto ante la situación. La mujer, cansada de la espera, profirió un grito sepulcral y alzó una mano hacia su cuello. Él, con los ojos desorbitados y la boca abierta del asombro y el horror que sentía salió del baño de una zancada enorme. Se libró de su presa. La cazadora no estaba dispuesta a dejar escapar a su víctima y, del espejo y de la pared de debajo, surgió el resto del camisón blanco que empezó a flotar en el aire. Con los brazos extendidos hacia delante y segura de cerrarlos sobre él, salió a la carrera en busca de su alma. Corrió. No sabía qué otra cosa podía hacer. Salió corriendo. Corrió todo el pasillo mientras el espíritu flotante sin piernas le perseguía justo detrás de él. Llegó a su habitación y, de golpe, corrió de nuevo la puerta para cerrarla de un golpe seco que resonó por todo el patio del alto edificio en el que se encontraba.
Esa noche, la luna y sus oscuros cuentos no podrían dormirle. Se levantó y descorrió la puerta de su pequeña habitación. Se dirigió al baño. Echó, probablemente, la meada más larga de su vida. Se lavó las manos y se empapó la cara de una abundante cantidad de agua. Estaba demasiado cansado y tenía demasiado sueño como para enfadarse, aunque era incapaz de dormir. Levantó la cara y miró su cara (si a eso podía llamarlo cara) para contemplar su enormes bolsas, su barba de tres días y sus ojos rojos e hinchados. Salió al pasillo y, de la entrada, le pareció apreciar una luz blanca. Un destello más que fugaz pero persistente. Decidió mirar de dónde provenía con unos ojos cansados e hinchados por el gran cansancio que sentía su cuerpo. Allí estaba. Parecía una mujer. Parecía joven, pero su piel, ya reseca y más parecida a cuero que piel, se tensaba de forma antinatural sobre los punzantes huesos de su cara. Sus ojos, dos cuencas vacías, parecían perseguirle y donde debería haber una nariz, había dos agujeros. Iba vestida con un camisón blanco. Alzó los brazos hacia delante y con un grito infernal se lanzó hacia él. Levitó la larga distancia que les separaba en cuestión de milésimas de segundo. No supo qué hacer. Se quedó quieto. Estaba tan cansado que no se le ocurrió salir corriendo. Cuando quiso darse cuenta de la situación, el espíritu ya estaba agarrando su cuello con ambas manos. Parecían trampas para osos. Poco a poco perdió la respiración y apunto estuvo de perder el conocimiento. Quería que lo viese, quería que lo sintiese. Abrió la boca de forma antinatural delante de él. Casi tocaba el suelo. Su mandíbula se desencajó por completo. La piel ya se rompía por el esfuerzo. Pero disfrutó. Disfrutó como nunca antes en vida lo había echo. El cuello del espíritu se dobló y alargó lo suficiente como para situarse sobre su cabeza. No podía salir. Le tenía atrapado. Sus músculos no se movían. No respondían. Poco a poco, el espíritu comenzó a engullir su cuerpo desde la cabeza. Le tragó entero y su forma material despareció dentro de esa forma incorpórea.
Ahora sí.
Al fin pudo descansar.