Abrió los ojos y allí estaba ella. Envolvía toda la habitación,
ocultando tras de sí todos los objetos que había en la pequeña
sala. Solo un recodo de luz se filtraba por las finas rendijas de la
ventana para iluminar parte de su extensión. Con un ligero
movimiento de mano encendió la luz y ella desapareció por completo
tras la abundante luz que desprendía la lámpara colgada de la
pared. La oscuridad no iba a ser su aliada esa noche. Noche en la que
las estrellas se quedaban dormidas sobre la gigantesca cama del
firmamento mientras la luna les contaba un cuento. Esa noche, la luna
y sus oscuros cuentos no podrían dormirle.
Ese mismo día, se había levantado a las seis de la mañana,
desayunó sin ganas, se duchó somnoliento y se vistió con desgana;
se dirigió al trabajo y estuvo allí las ocho horas más largas de
su vida, aguantó escuchar cómo su jefe (gordo, calvo y más que
cuarentón) despotricaba en toda la oficina contra la arpía de su
mujer y lo bien que follaba la secretaria de Recursos Humanos “¡Y
qué bien la chupa la “chiquilla”! Por eso me gusta contratar
gente joven y con ganas de trabajar, ya me entendéis”. Esa
frase se le había quedado gravada a fuego en su mente. Durante gran
parte de la mañana no pudo evitar imaginar a la secretaria de
Recursos Humanos chupándosela mientras le decía infinidad de
guarradas y perversiones que solo cabrían en la cabeza del más
pervertido. Era asqueroso. Era depravado. Era algo que para él
estaba fuera de toda moralidad. Más de una vez se vio levantándose
hacia el obeso de su jefe para propinarle una serie de puñetazos y
patadas en todas las partes de su asqueroso y seboso cuerpo, y, así,
eliminarle esa risa de cerdo que tanto odiaba y quitarle algún que
otro diente amarillento por culpa de la cantidad insana de puros de
primera calidad que
era capaz de fumarse en un día, mientras esa sonrisa depravada y
falta de atención se le desvanecía de la cara para suministrarle
una nueva cara llena de horror, pavor y dolor.
Después fue al súper
a comprar tomates, filetes de cerdo, pizza y palomitas. Pensaba que
su mañana había sido un desastre hasta que, una vez que llegó a
caja para pagar los suministros, se encontró en frente de una señora
mayor pagando a la joven cajera la cantidad de 7,57€ en monedas de
calderilla. Vio lo que se le veía encima, pero cambiar de caja en
esa situación era impensable, estaba flanqueado y sus cosas ya
estaban en la cinta transportadora. La joven cajera se encontró
durante un momento a punto de la exasperación. En su cara se
mostraba cómo estaba pasando vergüenza al parecer que la señora
mayor le estaba ofreciendo limosna por la postura de su brazo y la
parsimonia en que la señora le entregaba, cada vez más, monedas de
uno, dos y cinco céntimos mientras contaba poco a poco. Él no tenía
prisa pero se estaba enfadando. Pensó en más de mil maneras de
acabar con la vida de la señora, asaltar el supermercado y fugarse
con la cajera en su coche, el cual debía de estar aparcado en la
entrada, como en las películas. Finalmente la señora acabó con su
interminable cuenta y pagó las cremas y las medias. Metió su compra
en el enorme bolso de cuero negro que llevaba encima y se fue estando
aun convencida de que “me habían dado mal el cambió,
seguro que la cajera se ha quedado algo. Con lo que ahorra después
toma los “liba-cubres” esos que toman ahora los jóvenes”.
Cuando llegó a caja se le quitaron
las ganas que tenía antes de fugarse con la cajera tras haber matado
a la insulsa vieja y haber robado todo el dinero de la caja, ya que
tubo que contemplar el entorno aburrido y sin vida que ofrecían esas
vistan durante más de seis minutos, ya que la inculta y malcriada de
la cajera tenía que acabar de contemplar, entre risas, vídeos “que
una “frend” le había “guasapao”” sobre
crías de gatos negros siendo “graciosamente” torturados,
haciendo carantoñas y dando brincos delante del objetivo.
Llegó a casa y no hizo nada
especial. Encendió la televisión por no ver durante horas la
pantalla en negro y puso un canal al azar en el cual no televisaran
nada sobre las vidas privadas de los famosos. Para variar, lo que
había elegido ver no le gustó en absoluto. Solo quería entretener
su mente durante el tiempo de ocio que tenía. No quería ver nada en
especial. Solo quería distraerse. Vio durante horas un programa que
“cambiaba la vida de las personas cambiando su imagen”
y pudo ver la gran mentira que conllevaba esos programas. Una mujer
llamaba al programa para que la arreglaran la casa, le cambiaran su
vestuario y la hicieran parecer menos fea de lo que ya era de por sí.
En el plató estaba rodeada de amigos que parecían estar controlados
por la misma mente al declarar todos que “la veían más
radiante, más vital, más enérgica y con más fuerza. Su vida había
cambiado para siempre”. Al oír
eso se rió con bastante energía. Era lo más gracioso que había
oído en todo el día. En toda la semana. Quizá, en toda su vida.
Sabía que, a la semana, la ropa iba a pasar a formar parte de un
armario lleno de los mismos harapos, en la misma casa sucia y
revuelta que poseía la misma mujer desdentada, obesa y con alopecia
debido a su poca higiene personal.
Cuando fue un poco más tarde, se
dirigió a la cocina y se preparó las palomitas y la pizza en un
microondas que le facilitaba las labores culinarias en su casa. Una
vez las preparó, se tumbó en el largo sofá con más de una mancha
de restos de comida grasienta y se dispuso a ver la primera película
que encontrase en la “amplia” cartelera que ofrecían una noche
de lunes en la televisión pública. Cayó rendido. No había acabado
ni las palomitas ni la pizza. Cayó en un profundo sueño que fue
interrumpido por el disparo de un arma proveniente del interior del
televisor. Se alegró por tener sueño. Llevaba más de una semana
con insomnio y hoy creía que, por fin, iba a conciliar el sueño.
Se equivocaba. Esa noche, la luna y
sus oscuros cuentos no podrían dormirle. Se levantó y descorrió la
puerta de su pequeña habitación. Se dirigió al baño. Echó,
probablemente, la meada más larga de su vida. Se lavó las manos y
se empapó la cara de una abundante cantidad de agua. Estaba
demasiado cansado y tenía demasiado sueño como para enfadarse,
aunque era incapaz de dormir. Levantó la cara y miró su cara (si a
eso podía llamarlo cara) para contemplar su enormes bolsas, su barba
de tres días y sus ojos rojos e hinchados. Algo le llamó su poca
atención. Era una mancha blanca, casi inapreciable. La echó vistazo
y trató de eliminarla con su dedo. La mancha, en vez de irse con el
paso del dedo, aumentó de tamaño. Esta vez se mojó el dedo y la
trató de secar con una toalla naranja que tenía en toallero de
debajo del lavabo. La mancha se hizo cada vez más grande. Su
crecimiento era inexorable y seguía creciendo sin que él tratara de
eliminarla. Poco a poco, esa mancha fue tomando forma. Parecía una
mujer. Parecía joven, pero su piel, ya reseca y más parecida a
cuero que piel, se tensaba de forma antinatural sobre los punzantes
huesos de su cara. Sus ojos, dos cuencas vacías, parecían
perseguirle y donde debería haber una nariz, había dos agujeros.
Iba vestida con un camisón blanco. No pareció asustarle y siguió
mirándola absorto ante la situación. La mujer, cansada de la
espera, profirió un grito sepulcral y alzó una mano hacia su
cuello. Él, con los ojos desorbitados y la boca abierta del asombro
y el horror que sentía salió del baño de una zancada enorme. Se
libró de su presa. La cazadora no estaba dispuesta a dejar escapar a
su víctima y, del espejo y de la pared de debajo, surgió el resto
del camisón blanco que empezó a flotar en el aire. Con los brazos
extendidos hacia delante y segura de cerrarlos sobre él, salió a la
carrera en busca de su alma. Corrió. No sabía qué otra cosa podía
hacer. Salió corriendo. Corrió todo el pasillo mientras el espíritu
flotante sin piernas le perseguía justo detrás de él. Llegó a su
habitación y, de golpe, corrió de nuevo la puerta para cerrarla de
un golpe seco que resonó por todo el patio del alto edificio en el
que se encontraba.
Esa noche, la luna y sus oscuros
cuentos no podrían dormirle. Se levantó y descorrió la puerta de
su pequeña habitación. Se dirigió al baño. Echó, probablemente,
la meada más larga de su vida. Se lavó las manos y se empapó la
cara de una abundante cantidad de agua. Estaba demasiado cansado y
tenía demasiado sueño como para enfadarse, aunque era incapaz de
dormir. Levantó la cara y miró su cara (si a eso podía llamarlo
cara) para contemplar su enormes bolsas, su barba de tres días y sus
ojos rojos e hinchados. Salió al pasillo y, de la entrada, le
pareció apreciar una luz blanca. Un destello más que fugaz pero
persistente. Decidió mirar de dónde provenía con unos ojos
cansados e hinchados por el gran cansancio que sentía su cuerpo.
Allí estaba. Parecía una mujer. Parecía joven, pero su piel, ya
reseca y más parecida a cuero que piel, se tensaba de forma
antinatural sobre los punzantes huesos de su cara. Sus ojos, dos
cuencas vacías, parecían perseguirle y donde debería haber una
nariz, había dos agujeros. Iba vestida con un camisón blanco. Alzó
los brazos hacia delante y con un grito infernal se lanzó hacia él.
Levitó la larga distancia que les separaba en cuestión de milésimas
de segundo. No supo qué hacer. Se quedó quieto. Estaba tan cansado
que no se le ocurrió salir corriendo. Cuando quiso darse cuenta de
la situación, el espíritu ya estaba agarrando su cuello con ambas
manos. Parecían trampas para osos. Poco a poco perdió la
respiración y apunto estuvo de perder el conocimiento. Quería que
lo viese, quería que lo sintiese. Abrió la boca de forma
antinatural delante de él. Casi tocaba el suelo. Su mandíbula se
desencajó por completo. La piel ya se rompía por el esfuerzo. Pero
disfrutó. Disfrutó como nunca antes en vida lo había echo. El
cuello del espíritu se dobló y alargó lo suficiente como para
situarse sobre su cabeza. No podía salir. Le tenía atrapado. Sus
músculos no se movían. No respondían. Poco a poco, el espíritu
comenzó a engullir su cuerpo desde la cabeza. Le tragó entero y su
forma material despareció dentro de esa forma incorpórea.
Ahora sí.
Al fin pudo descansar.
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