Blog de relatos cortos de ficción, terror y de novela negra.
Un espejo es un objeto sólido compuesto por materia, como un estuche, un ordenador o una pared. Ese espejo te ayuda a peinarte, a verte por las mañanas, por las tardes y por las noches. Ese espejo se puede usar en muchos contextos, como un ordenador, una pared,... pero, ¿una pared puede reflejarte en ella, o un ordenador te puede mirar como te mira el reflejo de tu espejo? ¿Porqué ese espejo puede "imitar" tus movimientos, tus miradas, tus gestos? Existen muchas historias sobre los espejos como portales a otro mundo, o de reflejos que viajan al mundo real poseídos por demonios o fantasmas, matando a todos los seres queridos de las personas que rodean al "protagonista".
¿Alguna vez has leído alguna historia sobre espejos de verdad? Quizá ese reflejo sean tus miedos o tus sueños más escondidos, más profundos, más oscuros... ¿Y si pudieras devolverle la mirada a esa forma que te mira desde sus ojos oscuros? ¿Y si pudieras retar a esa visión hasta los límites más infranqueables? ¿Y si decidieras, por un día, viajar a ese rincón oscuro de tu ser y tratar de entender qué empuja a ese ser para comportarse de forma tan ruin y despreciable?
Solo hay una forma de averiguarlo: Ve y observa ese espejo. Pero cuidado, esa tarea solo es para valientes o estúpidos, aunque ambas cosas son lo mismo, ¿no?
Solo hay una cosa segura: si lo haces,la víctima de mi siguiente historia serás tú.

lunes, 8 de abril de 2013

La noche es para dormir. Si puedes.


 Abrió los ojos y allí estaba ella. Envolvía toda la habitación, ocultando tras de sí todos los objetos que había en la pequeña sala. Solo un recodo de luz se filtraba por las finas rendijas de la ventana para iluminar parte de su extensión. Con un ligero movimiento de mano encendió la luz y ella desapareció por completo tras la abundante luz que desprendía la lámpara colgada de la pared. La oscuridad no iba a ser su aliada esa noche. Noche en la que las estrellas se quedaban dormidas sobre la gigantesca cama del firmamento mientras la luna les contaba un cuento. Esa noche, la luna y sus oscuros cuentos no podrían dormirle.
Ese mismo día, se había levantado a las seis de la mañana, desayunó sin ganas, se duchó somnoliento y se vistió con desgana; se dirigió al trabajo y estuvo allí las ocho horas más largas de su vida, aguantó escuchar cómo su jefe (gordo, calvo y más que cuarentón) despotricaba en toda la oficina contra la arpía de su mujer y lo bien que follaba la secretaria de Recursos Humanos “¡Y qué bien la chupa la “chiquilla”! Por eso me gusta contratar gente joven y con ganas de trabajar, ya me entendéis”. Esa frase se le había quedado gravada a fuego en su mente. Durante gran parte de la mañana no pudo evitar imaginar a la secretaria de Recursos Humanos chupándosela mientras le decía infinidad de guarradas y perversiones que solo cabrían en la cabeza del más pervertido. Era asqueroso. Era depravado. Era algo que para él estaba fuera de toda moralidad. Más de una vez se vio levantándose hacia el obeso de su jefe para propinarle una serie de puñetazos y patadas en todas las partes de su asqueroso y seboso cuerpo, y, así, eliminarle esa risa de cerdo que tanto odiaba y quitarle algún que otro diente amarillento por culpa de la cantidad insana de puros de primera calidad que era capaz de fumarse en un día, mientras esa sonrisa depravada y falta de atención se le desvanecía de la cara para suministrarle una nueva cara llena de horror, pavor y dolor.
Después fue al súper a comprar tomates, filetes de cerdo, pizza y palomitas. Pensaba que su mañana había sido un desastre hasta que, una vez que llegó a caja para pagar los suministros, se encontró en frente de una señora mayor pagando a la joven cajera la cantidad de 7,57€ en monedas de calderilla. Vio lo que se le veía encima, pero cambiar de caja en esa situación era impensable, estaba flanqueado y sus cosas ya estaban en la cinta transportadora. La joven cajera se encontró durante un momento a punto de la exasperación. En su cara se mostraba cómo estaba pasando vergüenza al parecer que la señora mayor le estaba ofreciendo limosna por la postura de su brazo y la parsimonia en que la señora le entregaba, cada vez más, monedas de uno, dos y cinco céntimos mientras contaba poco a poco. Él no tenía prisa pero se estaba enfadando. Pensó en más de mil maneras de acabar con la vida de la señora, asaltar el supermercado y fugarse con la cajera en su coche, el cual debía de estar aparcado en la entrada, como en las películas. Finalmente la señora acabó con su interminable cuenta y pagó las cremas y las medias. Metió su compra en el enorme bolso de cuero negro que llevaba encima y se fue estando aun convencida de que “me habían dado mal el cambió, seguro que la cajera se ha quedado algo. Con lo que ahorra después toma los “liba-cubres” esos que toman ahora los jóvenes”.
Cuando llegó a caja se le quitaron las ganas que tenía antes de fugarse con la cajera tras haber matado a la insulsa vieja y haber robado todo el dinero de la caja, ya que tubo que contemplar el entorno aburrido y sin vida que ofrecían esas vistan durante más de seis minutos, ya que la inculta y malcriada de la cajera tenía que acabar de contemplar, entre risas, vídeos “que una “frend” le había “guasapao”” sobre crías de gatos negros siendo “graciosamente” torturados, haciendo carantoñas y dando brincos delante del objetivo.
Llegó a casa y no hizo nada especial. Encendió la televisión por no ver durante horas la pantalla en negro y puso un canal al azar en el cual no televisaran nada sobre las vidas privadas de los famosos. Para variar, lo que había elegido ver no le gustó en absoluto. Solo quería entretener su mente durante el tiempo de ocio que tenía. No quería ver nada en especial. Solo quería distraerse. Vio durante horas un programa que “cambiaba la vida de las personas cambiando su imagen” y pudo ver la gran mentira que conllevaba esos programas. Una mujer llamaba al programa para que la arreglaran la casa, le cambiaran su vestuario y la hicieran parecer menos fea de lo que ya era de por sí. En el plató estaba rodeada de amigos que parecían estar controlados por la misma mente al declarar todos que “la veían más radiante, más vital, más enérgica y con más fuerza. Su vida había cambiado para siempre”. Al oír eso se rió con bastante energía. Era lo más gracioso que había oído en todo el día. En toda la semana. Quizá, en toda su vida. Sabía que, a la semana, la ropa iba a pasar a formar parte de un armario lleno de los mismos harapos, en la misma casa sucia y revuelta que poseía la misma mujer desdentada, obesa y con alopecia debido a su poca higiene personal.
Cuando fue un poco más tarde, se dirigió a la cocina y se preparó las palomitas y la pizza en un microondas que le facilitaba las labores culinarias en su casa. Una vez las preparó, se tumbó en el largo sofá con más de una mancha de restos de comida grasienta y se dispuso a ver la primera película que encontrase en la “amplia” cartelera que ofrecían una noche de lunes en la televisión pública. Cayó rendido. No había acabado ni las palomitas ni la pizza. Cayó en un profundo sueño que fue interrumpido por el disparo de un arma proveniente del interior del televisor. Se alegró por tener sueño. Llevaba más de una semana con insomnio y hoy creía que, por fin, iba a conciliar el sueño.
Se equivocaba. Esa noche, la luna y sus oscuros cuentos no podrían dormirle. Se levantó y descorrió la puerta de su pequeña habitación. Se dirigió al baño. Echó, probablemente, la meada más larga de su vida. Se lavó las manos y se empapó la cara de una abundante cantidad de agua. Estaba demasiado cansado y tenía demasiado sueño como para enfadarse, aunque era incapaz de dormir. Levantó la cara y miró su cara (si a eso podía llamarlo cara) para contemplar su enormes bolsas, su barba de tres días y sus ojos rojos e hinchados. Algo le llamó su poca atención. Era una mancha blanca, casi inapreciable. La echó vistazo y trató de eliminarla con su dedo. La mancha, en vez de irse con el paso del dedo, aumentó de tamaño. Esta vez se mojó el dedo y la trató de secar con una toalla naranja que tenía en toallero de debajo del lavabo. La mancha se hizo cada vez más grande. Su crecimiento era inexorable y seguía creciendo sin que él tratara de eliminarla. Poco a poco, esa mancha fue tomando forma. Parecía una mujer. Parecía joven, pero su piel, ya reseca y más parecida a cuero que piel, se tensaba de forma antinatural sobre los punzantes huesos de su cara. Sus ojos, dos cuencas vacías, parecían perseguirle y donde debería haber una nariz, había dos agujeros. Iba vestida con un camisón blanco. No pareció asustarle y siguió mirándola absorto ante la situación. La mujer, cansada de la espera, profirió un grito sepulcral y alzó una mano hacia su cuello. Él, con los ojos desorbitados y la boca abierta del asombro y el horror que sentía salió del baño de una zancada enorme. Se libró de su presa. La cazadora no estaba dispuesta a dejar escapar a su víctima y, del espejo y de la pared de debajo, surgió el resto del camisón blanco que empezó a flotar en el aire. Con los brazos extendidos hacia delante y segura de cerrarlos sobre él, salió a la carrera en busca de su alma. Corrió. No sabía qué otra cosa podía hacer. Salió corriendo. Corrió todo el pasillo mientras el espíritu flotante sin piernas le perseguía justo detrás de él. Llegó a su habitación y, de golpe, corrió de nuevo la puerta para cerrarla de un golpe seco que resonó por todo el patio del alto edificio en el que se encontraba.
Esa noche, la luna y sus oscuros cuentos no podrían dormirle. Se levantó y descorrió la puerta de su pequeña habitación. Se dirigió al baño. Echó, probablemente, la meada más larga de su vida. Se lavó las manos y se empapó la cara de una abundante cantidad de agua. Estaba demasiado cansado y tenía demasiado sueño como para enfadarse, aunque era incapaz de dormir. Levantó la cara y miró su cara (si a eso podía llamarlo cara) para contemplar su enormes bolsas, su barba de tres días y sus ojos rojos e hinchados. Salió al pasillo y, de la entrada, le pareció apreciar una luz blanca. Un destello más que fugaz pero persistente. Decidió mirar de dónde provenía con unos ojos cansados e hinchados por el gran cansancio que sentía su cuerpo. Allí estaba. Parecía una mujer. Parecía joven, pero su piel, ya reseca y más parecida a cuero que piel, se tensaba de forma antinatural sobre los punzantes huesos de su cara. Sus ojos, dos cuencas vacías, parecían perseguirle y donde debería haber una nariz, había dos agujeros. Iba vestida con un camisón blanco. Alzó los brazos hacia delante y con un grito infernal se lanzó hacia él. Levitó la larga distancia que les separaba en cuestión de milésimas de segundo. No supo qué hacer. Se quedó quieto. Estaba tan cansado que no se le ocurrió salir corriendo. Cuando quiso darse cuenta de la situación, el espíritu ya estaba agarrando su cuello con ambas manos. Parecían trampas para osos. Poco a poco perdió la respiración y apunto estuvo de perder el conocimiento. Quería que lo viese, quería que lo sintiese. Abrió la boca de forma antinatural delante de él. Casi tocaba el suelo. Su mandíbula se desencajó por completo. La piel ya se rompía por el esfuerzo. Pero disfrutó. Disfrutó como nunca antes en vida lo había echo. El cuello del espíritu se dobló y alargó lo suficiente como para situarse sobre su cabeza. No podía salir. Le tenía atrapado. Sus músculos no se movían. No respondían. Poco a poco, el espíritu comenzó a engullir su cuerpo desde la cabeza. Le tragó entero y su forma material despareció dentro de esa forma incorpórea.
Ahora sí.
Al fin pudo descansar.

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